Lo que caerá en el examen
Por Macario Polo (Director DTSI y CU)
Aunque somos vecinos, el profesor de Seguridad en Sistemas y Redes no me ha reconocido ninguna de las dos veces que hemos coincidido en el portal. Claro, que yo vivo de alquiler en el bajo del edificio junto a otros dos estudiantes, y él en algún piso alto, porque las dos veces que me lo he encontrado él estaba esperando el ascensor. Total, que coincidimos poco. Además, somos muchos en clase, suelo sentarme en las últimas filas y la mascarilla nos hace, en la práctica, poco reconocibles. «Hola», le digo, y sigo mi camino hasta mi hogar efímero.
Pensé que tal vez sí caería en que soy yo cuando llamé a su puerta a mitad de mañana. Instalo redes domésticas en MyTel para sacarme unas perras, y fui a su casa para ponerle la fibra óptica. Tenemos muy buenas ofertas, escríbanme si quieren conocerlas. Pero tampoco supo de quién me trato: imagino que por la gorra de empresa, el cubrebocas serigrafiado con el logotipo, el chaleco con bolsillos para llevar los alicates y lo que se tercie; también por el pantalón bombacho y las botas que nos dan en el trabajo, que a veces me dice mi novia, que es enfermera, que parezco un boina verde.
Le puse el descodificador y el rúter. El tipo ha de ser cinéfilo y futbolero, porque tenía suscrito el pack TodoTV, del que un día puedo si lo desean darles detalles para que lo contraten: los tres primeros meses se lo dejamos a mitad de precio.
Supuse que el profesor cambiaría la password en cuanto yo abandonase su hogar, pero qué va. Desde mi casa le engancho la wifi y nos juntamos los amigos en casa a ver sus partidos. Nos enseñó un día cómo registrar el tráfico de una red local mediante un proxy. Hicimos una práctica en el laboratorio de la ESI y yo seguí después practicando desde mi cuarto de estudiante: las ristras de bytes que salen de su ordenador, o de su móvil, las que llegan a su televisor de sesenta pulgadas me las guardo en mi pecé y luego las filtro y analizo, que también me han enseñado a limpiar datos en la universidad.
Me gusta cuando lo veo con su psicólogo argentino. Tiene algún problema que la discreción me impide contar, pero que es parecido al que tengo yo. Así que bueno, he mejorado un poquito, con lo que él me ha enseñado, mi capacidad de espionaje en tiempo real, y me he sumado a sus sesiones de hipnosis con las que quiere desquitarse de esas trabas que, a los dos, nos impiden disfrutar de la vida. Me muteo el micrófono, obvio, para que no se me oiga, y no sé yo cuál de los dos se duerme primero. Solemos empezar valorando la existencia de nuestras extremidades (las piernas, los brazos), los músculos de la cara, el vientre… y, en algún momento, el argentino dice que sentimos un sueño muy profundo y los dos caemos completamente fritos.
—Ya viene el de la brigada paracaidista —me dijo un día mi novia.
—Bueno, mi amor —le respondí—. Me cansa un poco que juzgues constantemente mi vestimenta y cada día me la compares con la de un militar de algún cuerpo de operaciones especiales. Vengo directamente del curro deseando verte, y si voy a casa a ducharme y a cambiarme no me da tiempo, que entras ahora de guardia.
La discusión se prolongó un poco, y llegué tarde a la sesión con el psicólogo. El profesor ya había valorado sus extremidades y los músculos de la cara, también el vientre, y estaba ya sumido en el mundo de irrealidad al que el argentino lo había inducido. Es cierto que yo estaba enfadado y que vi que era fácil desquitarme con los conocimientos que el bello durmiente me había proporcionado en clase, así que opté por cortarle la conexión al terapeuta y arrogarme yo su papel, siendo desde ese momento dueño de su voluntad. Me divertí un poco diciéndole cosas como las que había visto en la tele: «Ahora te vas a ver desnudo», le dije, y vi, a través de su cámara, cómo se avergonzaba de su propio aspecto, cubriéndose sus partes juntando las manos.
De este modo, el profesor quedó a mi total disposición, inmerso en su trance sin albedrío, dueño yo de él. Me fui a la cama, que ya era tarde, y lo mandé a él también a dormir. Teníamos clase a primera hora, y lo hice poner el despertador mucho antes que el alba, por lo que llegó con ojeras y cansancio físico. «Repite la lección de ayer», le había ordenado hoy. «Repite la lección de ayer», le dije mañana. «Repite la lección de ayer», vengo diciéndole. Creo que todos sus estudiantes nos sabremos bien la lección en el examen de mayo.